Lo somos porque sufrimos y constatamos esos y otros efectos históricos de una institución, la propiedad privada de los medios de producción, que, a través de mecanismos estructurales implacables, hace desembocar necesariamente a la sociedad en una sociedad de clases; hace desembocar al mundo en un mundo en el que las favelas desnudas se extienden frente a unos rascacielos que, como dice la canción, hacen bella la locura.
Un empresario cualquiera invierte, vuelca una cantidad de capital con la intención de valorizarlo y genera, así, un beneficio. Con ese beneficio invierte de nuevo y se produce una reproducción ampliada de su capital. Con ello, en una dinámica que puede implicar a varias generaciones, se produce una acumulación y una concentración progresivas. Y así, desde que el primer hombre cercó un trozo de tierra, y hasta el surgimiento de la Bolsa, la banca o las grandes corporaciones multinacionales, no asistimos sino a un mero despliegue de las potencialidades de la propiedad capitalista. Basta tirar del hilo de la propiedad privada de los medios de producción para desembocar en las enormes bolsas de pobreza de los países subdesarrollados.
No hablamos de nada extraño, sino de un proceso histórico verificable y evidente para cualquiera que no desee vivir de espaldas a la realidad. Si la tierra no es de todos, es de algunos. Si la tierra es de unos y no de otros, esos otros han de trabajar para esos unos. Naturalmente, esos unos impondrán las condiciones. Por ejemplo, bajo el feudalismo, además de ganar tu sustento, debías trabajar varios días más cada semana para sustentar el lujo de tu señor feudal. Era pura libertad: o lo aceptabas, o te morías. Bajo el capitalismo, también has de trabajar varias horas al día para enriquecer a tu patrón. Es pura libertad: o lo aceptas, o te mueres. El patrón te vende lo que produces por más dinero del que te pagó como salario por producirlo. Si trabajaras únicamente para sustentarte a ti mismo (y no varias horas más para sustentar la opulencia del empresario de turno), entonces no existiría beneficio empresarial y la existencia del patrón sería aún más absurda de lo que ya es.
El capital se va acumulando, se va expandiendo, pasa del campo a la ciudad, monta nuevas empresas, acaba deslocalizándose y yéndose a un país del Tercer Mundo donde (guerra preventiva o dictadura amiga mediante) podrá pagar salarios más bajos; con ello derrota a la competencia, invierte en Bolsa, y lo que sigue. La propiedad es imparable.
Además, controlando todos los medios de comunicación (que en su mayoría también son empresas, o bien dependen de la financiación por medio de una publicidad que, cómo no, pagan las empresas), la propiedad garantiza su hegemonía ideológica y, hablando en plata, la victoria electoral de candidaturas políticas a su servicio.
He aquí que los propietarios, al practicar una dictadura económica y, en consecuencia, una dictadura ideológica, pueden permitir así cierta democracia política. De todos modos, pocos votarán contra ellos. Aunque, si los mecanismos de manipulación mediática fallan (si los proletarios se dan cuenta de que su situación es la consecuencia directa e inevitable de la riqueza del propietario), siempre pueden recurrir al pinochetazo, al golpe de Estado militar, como demuestra toda la experiencia histórica del siglo XX.
Por eso, el comunismo no dice lo que dice porque quiera “ser más radical”, o por originalidad o pureza ideológicas, sino porque sólo un mundo en el que la banca y los sectores estratégicos de la economía sean públicos (y no privados) será un mundo mínimamente digno, decente o razonable.
Los comunistas sí tenemos programa mínimo. Protestamos contra la Reforma Laboral, contra Bolonia, contra el Copago, contra los recortes sociales. Es el reformista, el socialdemócrata, el que carece de programa máximo (y el que propone un programa mínimo imposible en una época en la que el capital está globalizado y es, por tanto, capaz de deslocalizarse al menor obstáculo). Es el socialdemócrata el que cree que, más allá de la protesta contra determinadas consecuencias puntuales de la propiedad capitalista (protesta de la que los comunistas, naturalmente, participamos), las causas de dichas consecuencias son algo sagrado, intocable e incuestionable, de lo que ni siquiera debe hablarse. Y es el socialdemócrata el que, al defender la propiedad capitalista, no aplaca sus dos consecuencias más graves y directas: la dictadura económica (que desemboca en una realidad con clases sociales, “Tercer Mundo”, banca, Bolsa) y la hegemonía ideológica del capitalismo (sustentada en el control de los medios de comunicación).
El socialdemócrata, además, acepta la falacia del Estado como árbitro neutral “por encima de las clases” y cultiva, en consecuencia, una ideología que rechaza la violencia “terrorista” del oprimido, a la vez que justifica el monopolio de la violencia por parte del Estado, sus armas y sus fuerzas policiales (aunque, en un alarde de groucho-marxismo, más de un “anti-violento” diga reivindicar la figura Ernesto “Che” Guevara). Porque carece de estrategia de poder: únicamente aspira a gestionar unas instituciones gubernamentales cada vez más alejadas del poder fáctico, desde las escasas cuotas que pueda conseguir en las elecciones.
El comunista, en cambio, considera que dichas instituciones presuntamente “democráticas” son por completo ilegítimas, pero no por ningún rasgo “formal” que posean, sino por dimanar de una hegemonía sustentada en la propiedad capitalista, cuya aplastante superioridad en cuanto a financiación y medios de comunicación supone, literalmente, una trampa legal que amaña el proceso electoral.
Así, el socialdemócrata está condenado a vivir como una especie de Sísifo electoral. Perderá todas las elecciones y seguirá sin comprender por qué sucede tal cosa, cuando propone las políticas más razonables y beneficiosas para la mayoría. Si alguna vez gana las elecciones, o bien se verá obligado a desmantelar el “Estado del bienestar” que decía defender, o bien –donde se niegue a hacer eso- sufrirá un golpe de Estado (del Estado que quiso gestionar, en lugar de demolerlo para construir otro nuevo). Incluso en los lugares excepcionales donde la socialdemocracia pueda poner en práctica sus propuestas (como Suecia), acabará siendo derrotada por la globalización capitalista, es decir, por la lógica de la competencia capitalista a nivel internacional, que acaba imponiendo ritmos, tiempos de trabajo, productividades y tasas de ganancia incompatibles con el “Estado del bienestar”, obligando o bien a desmantelarlo o bien a romper con el capitalismo. Y sin embargo, el socialdemócrata seguirá empeñado en rechazar esta segunda opción, defendiendo dicho sistema económico y tratando, siempre en vano, de gestionarlo o reformarlo, por puro dogmatismo ideológico.
Justo ahora, cuando la socialdemocracia ha sido derrotada en todo el mundo, quedando patente su incapacidad para domesticar y contener el cáncer capitalista, sorprende más todavía que sus ideas ganen fuerza, incluso entre viejos revolucionarios cubanos o venezolanos, franceses o nepalíes, españoles o vascos. Como también sorprende que, justo ahora, vengan a hablarnos de la economía planificada como de algo “anticuado”, cuando además, evidentemente, el mercado es mucho más antiguo (y anticuado) que la planificación. Y como también sorprende que muchos se hagan “los suecos” (nunca mejor dicho) mientras el triste espectáculo de la restauración capitalista en China nos demuestra a qué conduce ese oxímoron que denominan “socialismo de mercado”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario